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sábado, 2 de septiembre de 2017

Lo primero debe ser ésto, después lo demás

Escrito por: Alejandro Rutto Martínez
Ryszard Kapuscinski fue un periodista trotamundos, quien desde la trinchera inquieta de su máquina de escribir narró los acontecimientos del siglo veinte gracias a su labor de corresponsal en varios continentes, en los que tuvo la oportunidad de presenciar 27 revoluciones con sus gritos de guerra y la artillería pesada de la propaganda oficial con la cual se pretendía convencer a propios y extraños que la vía elegida era el único camino posible para acceder al añorado paraíso de la felicidad colectiva.  
Como si faltara algo para adornar su trepidante currículo podríamos agregar que en cuatro ocasiones fue condenado a  muerte, sin que Dios y la vida permitieran que la sentencia pudiera ejecutarse.  Finalmente murió en Varsovia, la capital de Polonia, su país, el 23 de enero de 2007.
Quien desee conocer el periodismo por dentro y por fuera debería acercarse a la biblioteca especializada más cercana para solicitar sus libros y dedicarse al deleite de leer a alguien que en el agitado final del siglo veinte y el inicio enloquecedor del siglo actual fue capaz de defender con firmeza y valentía los valores humanos con la ilusión tal vez ingenua de que los seres humanos pudieran construir un ámbito de convivencia pacífica en los que juntos pudieran construir el sueño esquivo de la solidaridad humana.
Defendió especialmente la ética del periodismo y del periodista y como parte de su lucha acuñó una frase que hoy hace tránsito para graduarse de axioma y que debería estar colgada en la sala de redacción de todos los medios de comunicación y aún en el despacho de todos los profesionales: “Las malas personas no pueden ser buenos periodistas”
Si pudiéramos hablar aún con el maestro podríamos pedirle permiso para decir que las malas personas no pueden ser buenos periodistas y tampoco buenos ingenieros, ni buenos policías, ni buenos sacerdotes y, por supuesto, tampoco podrían ni deberían ser buenos maestros.
La buena formación de los profesionales no puede hacerse de espaldas a la desafortunada realidad  que hoy vivimos en la cual se incuba el deseo de ganar a toda costa y las ganas de triunfar a costa de la dolorosa derrota de los demás, con lo cual el ganador pone la primera piedra para su próxima derrota o de la próxima derrota de la siguiente generación. 
También es una enseñanza oportuna para un mundo convulsionado y enloquecido por la idea equivocada de la riqueza en la que el tener es mucho más importante que el ser y en  la que una cuenta bancaria inflada sin importar la procedencia del dinero es más importante que una conciencia tranquila.
En la búsqueda de la paz sería conveniente alzar el volumen para que se escuche fuerte la voz de Kapuscinski y podamos convencernos que la escuela y la universidad, pero, sobre todo, la familia, están en mora de formar las buenas personas que estamos necesitando para ejercer la profesión del periodismo, de la ingeniería, de la medicina, de la publicidad, de guionista de televisión, etc.
No existe un pre grado ni una maestría ni un doctorado en donde se enseñe a los estudiantes a ser malas personas, pero en el camino la gente se las ha arreglado para volverse voceros e instrumentos del mal. Por eso nos encontramos de frente con la corrupción que a su vez se convierte en el desencadenante de los males que destruyen el tejido social y contaminan la atmósfera en que se levantan las siguientes generaciones y contamina el aire puro que deberían respirar los ciudadanos del mundo, quienes hoy gravitan alrededor del dilema de conseguir lo necesario para vivir bien y la necesidad de respetar las normas de la honestidad y de la honradez.
¿Por dónde comenzar entonces para obsequiarle al mundo las buenas personas que después se conviertan en buenos periodistas?
Es difícil tener una respuesta única y concreta, pero una frase sabia y concluyente del mismo Kapuscinski nos da luces para encontrar el interruptor que prenda las luces con las que se ilumine el camino que aún hemos de recorrer: “Dentro de una gota hay un universo entero. Lo particular nos dice más que lo general; nos resulta más asequible”.
La respuesta está en lo sencillo, en lo pequeño, en lo natural. En la gota transparente y cristalina en la que reposa la sabiduría de los mayores, el respeto al prójimo, la esencia del hombre y el respeto a los derechos de la gente.

martes, 12 de abril de 2016

Otra forma de discriminación: etiquetar y generalizar

Escrito por: Alejandro Rutto Martínez


Alejandro Dumas (Hijo): "Todas las generalizaciones son peligrosas, incluida ésta".

Una buena tarea para mañana y, por qué no, para hoy mismo es hacer lo posible por no etiquetar a las personas con las que habremos de encontrarnos en cualquier circunstancia de la cotidianidad. Vamos por el mundo  con unas ideas preconcebidas sobre cómo son o cómo deberían ser los demás y entonces caemos en el error de  homogeneizar a las personas que coincidan con ciertas características físicas o sicológicas.

Algunas series de televisión nos han convencido de que todas las mujeres bonitas son de poca inteligencia, dicho en sentido inverso, se nos ha inducido a creer que todas las mujeres, para ser inteligentes deben ser feas.  En las universidades hasta hace poco se creía que los mejores profesores eran aquellos que hacían más difíciles sus asignaturas y al final del curso “lograban” una mortandad académica que los hacía célebres  en la comunidad.

Así mismo, a un hombre que usa el cabello largo se le rotula de determinada manera y lo mismo a una dama que vaya con el cabello corto.  A quienes leen mucho se les dice que están locos  y a quienes practican ciertos deportes se les califica como inteligentes o como salvajes, dependiendo de la disciplina a la que se dediquen.
Las etiquetas nos llevan a tener prejuicios y a valorar a una persona sin conocerla a fondo. En algunas ocasiones nos hacemos un concepto favorable sin mayores elementos de juicio (“Todo el que es amable es buena persona” o “todo el que usa gafas es un intelectual), pero la mayoría de las veces las etiquetas nos llevan a discriminar al otro por el solo hecho de que habla como habla, de que viste como se viste, porque tiene el color de piel que tiene o porque anda con una Biblia debajo del bazo.

Queremos construir una sociedad incluyente y hemos aprendido a reclamar nuestros derechos y a proclamar el respeto de los derechos del prójimo. Sin embargo, persisten aún, enquistadas en el subconsciente de los individuos y en los colectivos sociales algunas sutiles formas de discriminación y eso nos ha llevado a creer, por ejemplo que todos los afro descendientes son buenos para los deportes y solo para los deportes, negándoles el derecho a ser considerados como personas talentosas y competentes en todas las áreas de la vida.

Una buena tarea para quienes nos consideramos como personas incluyentes y para quienes hemos decidido  no discriminar a nadie ni permitir que otro lo haga es revisar  los prejuicios que aún subsistan en nosotros y  hacer el esfuerzo para comenzar a liberarnos de ellos.  Hagamos una profunda reflexión y, en un diálogo con nosotros mismos tratemos de respondernos si no hemos cometido alguna injusticia al juzgar equivocadamente a alguien por hacer un juicio a priori de sus virtudes y defectos basados en las ideas pre concebidas y la forma en que hemos encasillado  el comportamiento, la forma de ser  y el aspecto físico de nuestros amigos o de aquellas personas con las que nos relacionamos por compartir actividades laborales, académicas o de otro tipo.
¿Qué pensamos cuando vemos a una persona muy fea? ¿Cuál es nuestro concepto de TODOS los gordos? ¿Creemos que las personas que han nacido en determinado lugar tienen Todos y SIEMPRE el mismo comportamiento? ¿Consideramos que todas las personas que desempeñan una profesión tienen todos el mismo mal (o buen) comportamiento?

No olvidemos que las generalizaciones suelen ser nocivas. Durante los años aciagos del narcoterrorismo,  los colombianos fuimos etiquetados injustamente como narcotraficantes y como terroristas. ¡Las dos cosas al mismo tiempo! Cuando la realidad no demuestra que la gran mayoría nunca hemos conocido una mata de coca ni hemos tenido un arma en nuestras manos.

La tarea para mañana y, mejor aún, para hoy mismo, es no etiquetar, no pre juzgar, no asumir como ciertas ideas preconcebidas, porque podemos caer en una injusticia aún mayor a las que tantas veces hemos criticado.



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martes, 27 de diciembre de 2011

La tolerancia: entre las aguas movedizas de la virtud y el defecto


Por: Alejandro Rutto Martínez

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La tolerancia es la capacidad de soportar otras actitudes y comportamientos frente a los cuales preferiríamos que no existieran y, que si existen, no se presentasen ante nosotros. Los pueblos, aún aquellos guiados ciegamente por su repudio a otras civilizaciones, mantuvieron aún contra su voluntad un pequeño margen de aceptación a lo que no era congruente con sus hábitos, costumbres y creencias. Ciertamente debían hacer un gran esfuerzo para no actuar por la fuerza y desaparecer de la escena todo aquello que le era contrario a su forma de ver el mundo.

La palabra tolerancia ha llegado a nuestra lengua procedente del latín en donde la expresión tolerantia, tolerare, significa soportar, aguantar. Y bien sabemos que soportar es aceptar algo a la fuerza. Como, por ejemplo, un par de zapatos apretados, se usan pero molestan y preferiríamos deshacernos de ellos apenas llegue la primera oportunidad. Desde luego, no es de este tipo de tolerancia de la que deseamos hablar, pues entonces estaríamos llegando a un punto en el cual solo aceptamos a los demás y a sus ideas con un gran esfuerzo y todo puede desvanecerse en el momento en que disminuya nuestra capacidad de aguante o de soportar.

Ser tolerantes, en el sentido que nos interesa darle, es aceptar que existen otras personas y otros pueblos y esas personas y esos pueblos tienen otras formas de ver la vida, otros esquemas de pensamiento, otros enfoques y otras creencias. Ellos, personas y pueblos, pueden amarnos o no; pueden elogiarnos o no…pero de cualquier manera merecen que seamos comprensivos y respetuosos con ellos.

Ser tolerante significa dar muestras de paciencia, comprensión y respeto y estar dispuesto a hacer algunas concesiones en el trato con los demás. Léase bien, es necesario hacer concesiones, por tal motivo la intransigencia es un obstáculo de marca mayor para la tolerancia.

Cuando somos tolerantes tenemos un alto nivel de comunicación asertiva, pues nuestra condición de respeto y comprensión hacia aquello que no compartimos no nos priva de defender nuestros principios y nuestras causas. No se trata de aceptar absolutamente todo ni de dar por bueno lo que sabemos que es inconveniente. Aún por encima de nuestra condición de personas tolerantes mantenemos nuestra plena libertad para que nuestro Sí sea Sí y nuestro No sea No.

La tolerancia tampoco es un acuerdo simplista del tipo “usted no me molesta a mí y yo no lo molesto a usted” como el que hacen dos vecinos peleoneros cuando finalmente hacen un pacto de no agresión luego de una prolongada disputa causada por los daños que los animales del uno causaron en los cultivos del otro. No es así como debe funcionar la tolerancia destinada a producir unas buenas relaciones entre las personas.
La tolerancia lo que debe hacer es promover y producir acuerdos de coexistencia pacífica y grata entre las personas y las instituciones. Debe, además, llevar a la armonía y a una sociedad más unida y concentrada en sus objetivos comunes.

La tolerancia no significa, de ninguna manera, aceptar el mal uso de las normas y la pérdida de los valores sociales. No nos equivoquemos. Por más que se promueva la tolerancia ésta no puede estar por encima del respeto y de las normas de convivencia aceptadas por la sociedad.

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sábado, 2 de enero de 2010

La educación en valores

Educar en valores requiere la aplicación de un esfuerzo serio, constante y metódico de toda la sociedad para lograr en el individuo una formación que cumpla con el requisito de ser útil, duradera y apreciada por las personas y los estamentos como necesaria, provechosa y digna de ser mantenida en el tiempo.

Es preciso que responda a una acción planificada desde el Estado y en la cual debe lograrse el compromiso de, por lo menos tres actores fundamentales: la familia con su dedicación formativa desde las etapas tempranas de la infancia; la escuela con su metodología y didáctica orientada a hacer énfasis en el desarrollo de sus estudiantes como seres humanos y el individuo mismo como responsable principal de su propia educación.

¿En qué ha fallado hasta ahora la familia?

La familia ha fallado en varios aspectos esenciales relacionados con su sagrada responsabilidad de ser la primera escuela y la primera fuente de conocimiento para quienes creces en su seno y tienen en ella a sus primeros maestros, su primera educación y la primera luz que alumbrará los caminos que han de transitar durante toda su vida. Como educadora la familia tendrá que revisar su comportamiento y mejorarlo. He aquí algunas áreas en que deberá hacerlo:

1. Los miembros de la familia y, especialmente los padres y, en general los adultos deben comprender que los niños aprenden por imitación y no solo “graban” los comportamientos de los mayores sino que tratan de actuar como ellos. Una persona honesta debe tener comportamientos sanos pero debe preocuparse aún más por ponerlos en práctica delante los menores para que éstos tengan un espejo en el cual mirarse y, de esta manera trazarse una ruta de acción acorde con la moral y las sanas costumbres.

2. La familia debe tener una total coherencia entre el discurso plagado de buenos consejos y prohibiciones y sus comportamientos prácticos en la vida cotidiana. De nada sirve el decir y el hacer. Una falta de congruencia en este plano solo conducirá a la confusión que los pequeños resolverán de manera sencilla y práctica al atender lo que sus padres HACEN en lugar de poner en práctica lo que los padres DICEN.

3. Es importante re asumir la responsabilidad que se tiene ante la sociedad y Dios en el sentido de ser los responsables de la crianza, la cual es absolutamente indelegable. Por circunstancias de la vida moderna ambos padres han acudido al sector productivo a ofrecer su fuerza de trabajo y la labor de acompañamiento de los niños ha sido delegada a un familiar o a la misma empleada doméstica, quien es la que pasa mayor tiempo al lado de los menores y la que en últimas transmite su escala de valores con el agravante de que no tiene, -ni tiene por qué tener-, unas pretensiones pedagógicas y metodológicas que le permita formar mejores ciudadanos y ciudadanas.


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